Martín Vásquez Villanueva // @martinvasquezv
Oaxaca regresó al color amarillo en el semáforo de riesgo epidémico, lo cual es una buena noticia. No es el fin de la pandemia, todavía, pero sí puede tomarse como un indicador de que esta tercera ola que tanto nos ha pegado en el estado comienza a dar muestras de que remite. La curva de contagios va a la baja, según los últimos datos de los Servicios de Salud de Oaxaca, pero lo más importante es que las curvas de casos graves y decesos se mantienen estables.
El indicador de ocupación hospitalaria, fundamental para comprender qué tan agobiada está nuestra capacidad de respuesta médica, se encuentra alrededor del 65% a nivel estatal, con las jurisdicciones sanitarias de Valles Centrales y la Mixteca en valores algo más elevados. De un total de 499 camas disponibles para hospitalización, 327 están ocupadas y quedan disponibles 172. Es decir, tenemos con qué seguir haciendo frente a la emergencia sanitaria.
La estabilidad de las curvas de enfermedad grave y fallecimientos, así como los datos de disponibilidad de camas hospitalarias hablan de una cuestión fundamental que está a la vista: el profesionalismo, la vocación de servicio y la dedicación de nuestro personal de salud, médicas y médicos, enfermeras y enfermeros, camilleros, técnicos y laboratoristas, afanadoras y afanadores que cotidianamente dejan lo mejor de sí en jornadas extenuantes y cargadas de peligro. Hay que tomar en cuenta que desde el principio de la pandemia, hace ya más de un año, cerca de 14 mil pacientes con covid han recibido atención hospitalaria. Se dice pronto.
Tenemos la experiencia de aquella otra epidemia que diezmó a nuestra población hace ya casi dos siglos, en el verano y otoño de 1833. El cholera morbus, como se llamaba entonces a esa infección gastrointestinal que causa vómitos espantosos, dolor abdominal agudo y diarrea incontenible de aspecto lechoso y olor a pescado, mató a una de cada nueve personas nada más en la ciudad de Oaxaca. Hoy nos suenan absurdos los tratamientos utilizados, porque lo eran.
Recuerda Carlos Tello en su libro Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo (Tomo I: La guerra 1830-1867, p.37-38): “Los infectados aguardaban en el interior de sus casas, pálidos y sudorosos, cubiertos a menudo por sábanas de lana. Era común darles a beber infusiones de sauco y yerbabuena, y hacerles friegas con paños mojados en espíritu de alcanfor. ‘Cataplasmas de mostaza, levadura y vinagre, con polvo de cantáridas’, decía un periódico,‘puestas en la boca del estómago’ […] Había médicos, incluso, que recomendaban aplicar sanguijuelas…” La verdad es que tampoco había mucho que hacer, porque ni siquiera se conocía el agente causal (apenas en 1854 se daría la primera descripción de la bacteria Vibrio cholerae, y todavía tendrían que pasar décadas para que se admitiera plenamente su papel patológico) y por lo tanto tampoco su medio de transmisión, el agua contaminada.
Traigo a colación este recuerdo histórico para contrastar lo que tenemos hoy día con esta pandemia, muy lejos del polvo de cantáridas y las sanguijuelas. El agente causal, el coronavirus denominado SARS-CoV-2, fue plenamente identificado desde el inicio y pasaron apenas unas cuantas semanas cuando ya tuvimos, a disposición de todo el mundo, el genoma completo del novedoso virus; los estudios epidemiológicos pudieron demostrar, también en muy poco tiempo, la utilidad del uso masivo del cubrebocas para atenuar la transmisión del patógeno, y lo más asombroso: en tiempo récord de unos cuantos meses pudieron lanzarse una variedad de vacunas gracias a las tecnologías que se venían desarrollando desde hace décadas. Admirable también ha sido lo que hemos aprendido durante este úlitmo año acerca del manejo clínico de los pacientes con versiones graves del covid-19, lo que ha permitido abatir los casos fatales. Los fallecimientos son muy lamentables, es cierto, y cada uno de ellos duele a la sociedad, pero habría que considerar también las muertes que han podido evitarse, un dato que por su naturaleza no podemos conocer a fondo.
Tenemos por delante los meses invernales y sabemos que el comportamiento estacional de las infecciones respiratorias —el covid-19, por supuesto, pero también otras infecciones virales como la influenza y la gripe común— volverá a provocar un aumento de casos. Pero también hay que ver que, por otro lado, alrededor de 2 millones de oaxaqueños, más de la mitad de la población total del estado, ya han sido vacunados con al menos una dosis, lo que permite que nos sintamos cada vez más protegidos.
“Hemos pasado una larga y tenebrosa noche”, se leía en el periódico El Día en diciembre de 1833, antes de felicitar a los oaxaqueños “por la desaparición de las plagas que los agobiaran”. Del mismo modo, hay que pensar que pronto nosotros mismos pasaremos esta larga y tenebrosa noche de la pandemia que nos ha tocado vivir. Pensar que, pese a todo, se avecina el día.
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